martes, 13 de diciembre de 2016

La Virgen de Guadalupe ¿Mito o realidad?


   Una de las tradiciones más queridas por el pueblo mexicano se verifica cada 12 de diciembre. En todos los rincones de México, y en muchos más del extranjero, se rinde homenaje y culto a la Virgen de Guadalupe. Conforme al Nican Mopohua, la madre de Jesús, en su advocación de Virgen de Guadalupe, se apareció a Juan Diego en el cerro del Tepeyac, en diciembre de 1523.
  Conocidos de sobra son los detalles de este evento místico que, más incluso que los festejos cívicos, ha sido parte esencial de la mexicanidad. Si bien sectores críticos han cuestionado una y otra vez la veracidad de estos sucesos, el Papa Juan Pablo II dio por terminada la polémica al interior de la Iglesia canonizando a Juan Diego, hoy San Juan Diego. Con esto las voces escépticas dentro del clero han cesado definitivamente. Recordemos que incluso el abad Schulemburg, encargado de la Basílica de Guadalupe, negaba la autenticidad de la historia.
   En apoyo de esta creencia, se cita al ayate de Juan Diego, del cual la tradición declara que ha sido revisado por científicos de la NASA, los cuales no han podido dar una explicación científica a la naturaleza de esta reliquia. Se asegura también que el objeto sagrado sobrevivió a un bombazo con el cual un ateo intentó destruirlo.
  Lo cierto es que la imagen de la Virgen de Guadalupe ha sido prácticamente una enseña nacional desde la guerra de independencia, en la que los insurgentes portaban con veneración una reproducción de la tilma a manera de bandera. Los realistas, indignados, fusilaban la imagen cuando la capturaban.
  En estas fechas se presentan emotivas escenas donde millones de fieles demuestran su devoción a la Virgen de Guadalupe, en actos multitudinarios que no pueden menos que contagiar a todo mundo con su fervor.
   Sin embargo, la mayoría del pueblo mexicano aún no conoce del todo la historia detrás de esta advocación de la Virgen.
  Contrario a lo que se piensa, la historia de la Virgen de Guadalupe no nace en México. Guadalupe es un pequeño pueblo de España, y fue muy cerca de ahí donde empezó esta centenaria devoción.     Narra la tradición española que un creyente católico, Gil Cordero,  buscaba, a la orilla del río Guadalupe, una vaca que había perdido.  Halló ya muerto al desventurado animal; fue entonces cuando una mujer radiante se le apareció y declaró ser la Virgen.
   La aparición indicó al pastor el lugar donde hallaría una representación en madera de sí misma: una Virgen morena.
     A petición de la propia Virgen, se edificó cerca del río un santuario, recibiendo la advocación mariana y el pueblo, que se levantó en torno al templo, el nombre de Guadalupe, debido al río. Desde ese tiempo se tuvo por verdadera la aparición y la feligresía en pleno le rindió culto a la imagen sagrada.
    El pueblo vistió la imagen de ricos ornamentos y la colocó en lugar preferente para rendirle los honores merecidos por la Madre de Dios.
  Es notable que la imagen original de la Virgen de Guadalupe sea mucho muy distinta a la de la versión mexicana. Sin embargo, las historias de las apariciones son muy similares. En ambos casos la Virgen se aparece a un devoto muy humilde y pide la edificación de un templo.
    Volviendo a la tradición mexicana, aunque la decisión papal ha zanjado todo posible debate en el seno de la feligresía, los círculos académicos y la cada vez mayor comunidad cristiana no católica, siguen manteniendo una actitud sumamente crítica al respecto.
    Las dificultades empiezan con la misma imagen de Juan Diego. El retrato que se conserva de este devoto de lengua náhuatl, nos muestra un indígena de rasgos decididamente españoles. Sus rasgos faciales, su barba, no son propias de un indígena, pues la raza amerindia pura a la que Juan Diego pertenecía es lampiña, y el santo debería ser braquicéfalo, es decir, de cabeza redonda, como lo eran los indígenas de la época, que carecían de mestizaje. El segundo problema, no menos importante, es el tamaño de la tilma donde se apareció la imagen de la Virgen. Es tan grande que Juan Diego, para vestirla con propiedad, habría tenido que ser un gigante. Los indígenas del altiplano tenían una estatura de baja a media, si alguien usaba esa prenda, tenía que haber medido unos dos metros de estatura.
    La jerarquía eclesiástica sólo en ocasiones excepcionales permitió que se analizara la naturaleza del ayate o tilma. En un principio, en pleno siglo XVII una comisión analizó la reliquia, y reservándose un veredicto técnico, simplemente declaró que la imagen era de origen divino.
  En 1982, a solicitud de Guillermo Schulemburg, entonces abad de la Basílica de Guadalupe, un equipo científico encabezado por un ex funcionario del INBA, consiguió analizar una muestra de la prenda de Juan Diego.
  Las conclusiones del estudio fueron concluyentes: la tela fue hecha a base de lino y cáñamo, es decir, se trata de un lienzo normal utilizado por los pintores novohispanos del siglo XVI; no es una prenda de vestir.
  La tela fue sometida a un proceso de preparación donde se le pintó de blanco; sobre ese fondo se plasmó la imagen, utilizando material propio del siglo XVI: cochinilla, hollín de humo de ocote, tizatl, así como sulfatos de cobre y calcio.
   En principio de cuentas, descubrió que no se trata de una imagen, sino de tres imágenes superpuestas. Este misterio fue explicado por Leoncio Garza-Valdés, experto en arqueomicrobiología.    La primera imagen data de 1556 y fue creada por Marcos Aquino; décadas después una segunda imagen se plasmó sobre la primera, sirviendo de modelo una mujer de rasgos marcadamente indígenas.
   Sin embargo, la “tilma” sufriría aún una tercera intervención: en el siglo XVII, Juan de Arrue pintaría encima de las versiones anteriores la definitiva, la que ahora conocemos. La modelo fue una joven mestiza y presenta elementos ausentes de las obras originales: un querubín sosteniendo a la Virgen, y una media luna.
   De manera que la pintura es completamente terrenal, explicable perfectamente con métodos convencionales. Los colores fueron plasmados con materiales y técnicas de la época de la Colonia: cochinilla, hollín, etcétera.
   Con todo, quizá el elemento más interesante en la resolución de este misterio sacro se halla en la entrevista hecha por el Rodrigo Vera, reportero de Proceso, a José Antonio Flores Gómez , el restaurador que en dos ocasiones reparó los daños que ya habían sufrido tanto el lienzo como la propia imagen.
   Sobre la existencia de Juan Diego, no hay prueba alguna. El Nican Mopohua, donde se pretende demostrar la historicidad de los hechos, fue publicado en 1648 por el predicador Miguel Sánchez; habían transcurrido ya 117 años de la supuesta aparición.
  Volviendo a la imagen, la reproducción de las constelaciones en el manto verde de la Guadalupana, los ojos de la Virgen donde se plasman los rostros azorados de los testigos, etcétera, bien podrían ser elementos añadidos por los artistas posteriores a Marcos Aquino. O bien, tal vez respondan a un interesante fenómeno psicológico llamado apofenia. Este suceso es la percepción por parte del sujeto, de eventos que sólo él puede percibir en razón de su sistema de creencias. Así, un objeto, incluso una mancha, sin forma definida, es interpretado por la mente del devoto como la aparición de un signo místico, el cual puede ser el rostro de Cristo, la Virgen María, o incluso, rostros de personas en los ojos de la Virgen de Guadalupe.
   Quizá el fenómeno masivo que es el culto a la Virgen de Guadalupe, tenga explicaciones más profundas que la historicidad o no de los hechos narrados por el Nican Mopohua.
La humanidad, en todas las latitudes del mundo, ha rendido culto a las Diosas. Desde la dama de Elche hasta Tonantzin, la diosa madre ha sido objeto de mística adoración por los pueblos.
  Los pueblos prehispánicos que son nuestros ancestros no fueron la excepción. Es notable que precisamente en el cerro del Tepeyac, las muchedumbres adoraran desde mucho antes de la conquista a su diosa. Coatlicue, madre inmaculada de Huitzilopochtli, era la diosa bondadosa y maternal que atendía las súplicas de sus fieles adoradores. A ella acudían con fervor los indígenas en busca de alivio para sus dolencias, bienestar para sus seres queridos y prosperidad para sus actividades.
  Cuando se consumó la conquista española, los vencedores declararon que los antiguos dioses eran en realidad demonios, y prohibieron su culto. Impusieron en cambio, la adoración a un dios barbado, que al igual que Huitzilpochtli cuida de su pueblo. Jesús tiene como madre a María, pura como Coatlihcue, la cual concibió también a su hijo sin intervención de varón. Coatlicue era una virgen morena. Coatlicue, Tonantzin, Nuestra Madrecita en español, también intercedía por sus queridos hijos ante un dios.
  De este modo, la transición fue menos difícil, de hecho sólo cambiaron los nombres. Se sigue adorando a una Virgen morena, madre impoluta de un ser divino. Quizá en el inconsciente colectivo de la nación mexicana seguimos adorando a Coatlicue, cuyo templo del Tepeyac se ha transformado en suntuosa basílica. El principio es el mismo.
  Para nuestra psique no hay mito. Sólo hay una gran verdad: el amor incondicional de la madre divina. Esa es una verdad subjetiva, una certeza moral, que para el pueblo mexicano es más valiosa que cualquier prueba de la existencia histórica de las apariciones del Tepeyac.

  En conclusión, el espaldarazo papal al mito guadalupano carece de sustento histórico, pero la devoción de las multitudes hacia el arquetipo femenino de la Divinidad no se originó durante la Colonia, ni terminará en nuestra generación. Hemos hecho de la Guadalupana un egrégor.